Ayer, avanzada la tarde, me doy cuenta que tengo que pagar
mi tarjeta de crédito y ya no lo puedo
hacer vía online, así que me alisto para ir al banco que queda a tres cuadras y
hacer el pago en el cajero automático.
Como estoy deportiva con buzo y zapatillas me animo a llevar
a la perra conmigo. Aprovecho para que se pasee, pienso.
Enrumbo al banco, la perra camina obediente hasta que a unos
pocos metros de mi objetivo se dispone a hacer sus necesidades. ¡Oh, no!!! Si
mayores reparos deja un regalito enorme sobre la acera.
Felizmente estaba preparada
y tenía dos bolsas en mi cartera. Me agacho para recoger sus heces y me olvido
que llevo puesta la peluca. Estoy en plena faena de recojo cuando la perra se
suelta, me incorporo de un salto y me lanzo sobre la correa que se alejaba cada
vez más de mi. En ese momento siento que con el impulso la peluca ha dado un brinco
en mi cabeza y ha caído por donde ha querido.
Cuando logro levantarme el pelo me cae sobre la frente sin
raya ni forma. Tengo las manos ocupadas con la correa de la perra y la bolsa
con el recuerdito. Trato de mirarme en el vidrio de las ventanas del banco, no
llego a distinguir nada.
Ya en el banco no me queda otra que dejar a la perra afuera,
enganchada en la reja, entro con mi bolsa del delito y me acomodo la peluca
ante la mirada asombrada del vigilante. De hecho que cumplo todos los
requisitos del manual del sospechoso. ¡Con perra y con peluca!!! Hago mi trámite lo más rápido que puedo y recupero el peinado y la dignidad en
cuanto vidrio encuentro en mi camino.
Regreso lo más rápido posible y ruego a todos los santos no
encontrarme con nadie conocido… Voy pensando que a veces es mejor camina sola,
que mal acompañada. Sobre todo en mi situación.
Gracias, Señor, por
las anécdotas que le quitan solemnidad a la vida, que nos hacen reírnos de
nosotros mismos. Sin ellas que aburrida sería la vida.
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