Ayer no pude escribir. Desde que
me desperté supe que el dolor que sentía en los huesos sería el reto del día.
Cuando abrí los ojos identifiqué
ese dolor en las manos y pies, típico de cuando te va a dar una gripe fuertísima. Pero el dolor
venía solo, felizmente. Luego se expandió hacia mis rodillas y caderas y aunque
intenté ignorarlo, no tenía ganas de levantarme.
Pero estábamos al cuarto día de la
quimioterapia, y aunque tuve diarrea el primer día y comí poco y sano los demás
días, sentía una presión intestinal.
Toda la mañana mis intestinos se
esforzaron por vencer el efecto paralizador de los medicamentos (eso me lo
imagino yo) y evacué, pero con mucho dolor. La premura era la misma que si me
hubiera puesto un enema pero sin los movimientos reflejos que hacen la tarea
más sencilla. A pesar de todo, un pensamiento me hacía feliz: “Se está limpiando
mi intestino”, es decir estoy eliminando químicos y mañana me sentiré mejor.
Al medio día sentí el olor a la
comida pero no me dio náuseas, me dio un retorcijón que casi me hace desmayar…
tan fuerte que tuve que recostarme. El resto del día la pasé durmiendo,
sumergida bajo la colcha, en posición fetal. Me entregué al descanso reparador
y lo disfruté. Hoy me siento mucho mejor.
Señor bendice a los fabricantes de camas y sofás cómodos que permiten
que los cuerpos adoloridos puedan descansar y recuperarse.
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