Todos tenemos un cumpleaños, pero los sobrevivientes tenemos
una fecha más que celebramos como el comienzo de una vida extra.
Mi madre acostumbraba recordar cada año, el día en que
cumplía un nuevo año de operada. Tengo un año más de vida, decía, con cierto
tono melancólico, que nos transmitía sus temores y no daba espacio para ninguna
celebración.
Entre su primera operación (de cáncer) y la segunda, mi
madre llegó a cumplir 10 años más de vida.
Ahora que pienso en retrospectiva, entre 1979 y 1989, eran
pocas las certezas que te daba la ciencia médica. Cada chequeo incluía una
prueba de sangre un examen clínico minucioso y nuevas instrucciones. La mayor parte
de las veces el diagnóstico era “Todo va bien, señora Judith” y mi mamá salía
con la esperanza de que todo estuviera bien, pero ninguna certeza.
A ella no le hacían ecografías, en ese tiempo no existían
las tomografías, no había resonancias magnéticas ni hablar del pet scan.
Realmente, el trabajo del médico y la confianza del paciente pendían de un hilo
muy delgado: los designios de Dios.
Ahora que lo pienso, creo que los 10 años que mi madre vivió
asistiendo a sus citas periódicas debieron ser más largos y más estresantes,
que los primeros 10 años -de los 18 - que he vivido yo entre mi primera
operación y la tercera a la que me acabo de someter.
Diez años pueden ser toda una vida, un lindo regalo del Señor
para compartir con tu familia, tus amigos, disfrutar tus pasatiempos, viajar o
soñar. Esos 10 años que sobrevivió mi mamá fueron un tiempo maravilloso, pero nunca
habrá sido suficiente. Te extraño, mamá. Hoy más que nunca.
Bendice, Señor, a los
científicos que estudian y desarrollan los diagnósticos por imágenes, que
ayudan a los doctores a ver por dentro de nuestro cuerpo y nos permiten
detectar a tiempo cualquier desperfecto. ¡Ilumínalos siempre!
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