Ayer me puse mi peluca nueva, con un corte envidiable,
cerquillo lacio, sin mis clásicos rulos y castaña clara en lugar de mis
habituales mechas rojas.
Me preocupaba mucho ir a mi clase con los niños y qué se
dieran cuenta. ¿Se dieran cuenta de qué?? ¿De que tenía peluca? ¿O qué tenía cáncer??
Para disimular me puse mi pañuelito como siempre, pero el
pelo estaba más largo, más lacio y de otro color…Ni bien entré todos me quedaron
mirando y a boca de jarro me preguntaron: “¿Qué te has hecho?” A lo que yo les
contesté: “Me cambié de pelo. Un día me gusta lacio, otro crespo, otro con pañuelo…”
“Ah, tienes peluca” fue la conclusión y nadie volvió a preguntar nada más. ¡Uf!
Por la tarde, me reuní con un par de amigos, esta vez fui
con la peluca y sin pañuelo. Me sentía con conflicto de identidad, pero ellos
me dijeron: “¡Qué bien estás!” Yo no me sentía tan bien como ellos sostenían. “Son
amables”, pensé. Y como me sentía horrible por no haberles contado nada hasta
ese momento, les dije la verdad.
Casi tuve que recoger del piso a mi joven amigo, su
enamorada lo tomó con más madurez, pero era evidente que él estaba punto de
llorar como si estuviese viendo mi funeral.
Cuando le dije que el pronóstico era bueno y que ya era la
tercera vez que enfrentaba este mal, se puso un poco mejor, pero su rostro
seguía mostrando perplejidad.
Me sentí mala, cruel
por haberles dado este notición cuando nos tomábamos un heladito a media tarde.
Me sentí bien porque convencí a alguien más que el cáncer no necesariamente te
mata. Yo soy la prueba viviente.
Se los conté porque no haberlo hecho podría ser considerado
una traición. Pase lo que pase, reaccionen como reacciones, mis amigos merecen
conocer mi estado de salud. Mis enemigos, no.
Señor, te doy gracias
por los ángeles que me envías a diario, los que te encuentran, te invitan un
jugo y se ponen a orar contigo con todas
su alma. Bendícelos, señor. ¡Cólmalos de felicidad!
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